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lunes, 14 de marzo de 2022

Opinión | Violencia criminal y social


 


Por Leopoldo Rodríguez Aranda


La comunidad de San José de Gracia en Michoacán cobró notoriedad mundial cuando el historiador Luis González y González utilizó el lugar como laboratorio para su idea de la microhistoria: decía que la Historia (con mayúscula) es un conjunto de las microhistorias de las comunidades, sus avatares y cosmogonías que son espejo de los grandes fenómenos y consecuencia de ellos. En Pueblo en Vilo describe cómo las anécdotas de la comunidad, las familias, los migrantes y la violencia son un reflejo preciso de la historia nacional.


Por desgracia, esa misma comunidad vuelve a cobrar notoriedad en estos días por un suceso escabroso: el fusilamiento de entre 10 y 17 personas llevado a cabo por delincuentes identificados como miembros de la organización autodenominada Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) que, en apariencia, es el dominante en la actualidad por sus actividades relacionadas con el tráfico de drogas y extendidas a otras como el secuestro, robo de vehículos, extorsión y tráfico de personas, entre otros.


El reporte oficial dado a conocer por el subsecretario Ricardo Mejía de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana señala que la “aparente” ejecución, porque los delincuentes limpiaron la escena del crimen y se llevaron consigo los cuerpos de las víctimas, deriva de una disputa interna de la misma organización criminal.


Más allá de lo evidente en términos de la extrema violencia con que actuaron en este caso esos grupúsculos criminales, lo que asombra es el discurso oficial y la justificación social del evento.


Desde lo oficial, la lectura es parte de una narrativa que tiene dos aristas preocupantes: la primera es la que señala que fue un evento más dentro del con-texto de violencia heredado de los gobiernos previos, pero que los datos -los otros datos- indican que la violencia homicida tiene “una inflexión” (cualesquiera sea lo que entiendan o quieran significar con eso) a la baja.


La segunda es la dicha por el presidente en el sentido de que la violencia homicida no solo es producto de los gobiernos previos, en particular, del de Felipe Calderón y su hoy procesado ex Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, sino que también deriva del robo que se le hizo de la presidencia, del “fraude electoral”, como si eso significa-ra que de haber ganado la elección en 2006 los mexicanos nos hubiéramos evitado todo este mar de sangre que comenzó en 2007 y que hoy llega a cifras récord.


En el gobierno de Peña Nieto se instrumentó una estrategia de atención a los 50 municipios más vio-lentos del país sin que al día de hoy esté claro el resultado de esa política, a menos que quiera verse el fracaso como un experimento que cobra vidas. Hay analistas que señalan que la violencia ha incrementado en los estados donde gobiernan partidos distintos al del actual presidente y que la “disminución” de la violencia homicida es producto de que en el proceso de consolidación de la Guardia Nacional han disminuido drásticamente los enfrentamientos entre la autoridad y la delincuencia.


Ambos argumentos son falaces en el sentido de que la violencia puede tener una disminución en los estados gobernados por Morena, pero relacionada con el aparente contubernio entre las autoridades emanadas de ese partido y los grupos delictivos, que provoca que haya una pax narca.


Por lo que toca al otro argumento, lo que puede estar detrás es la deliberada política de “abrazos, no balazos”, entendida como “dejar hacer, dejar pasar”, de manera tal que lo que aparenta ser un control y disminución de la violencia y la delincuencia es más bien un conjunto de decisiones deliberadas que, en todo caso, no pretenden tener éxito y conseguir la paz social sino evitar que haya efectos políticos en las elecciones y que no avance la estrategia presidencial de construir un nuevo sistema político donde sea su partido el que domine y gobierne los próximos setenta años, al más puro estilo del autoritarismo mexicano de la era del Partido Revolucionario Institucional (PRI).


Los factores que parecen seguir en el olvido son la consolidación de las policías civiles en los ordenes municipal y estatal, y la construcción de políticas de prevención orientadas a atender las causas que originan los fenómenos de violencia y delincuencia. Sabemos que en los últimos 30 años tanto los presupuestos como las reformas legales (mudar de un sistema a otro de justicia penal, nada más y nada menos) han sido numerosas e incrementan año con año. Sin embargo, la situación no solo no mejora, sino que empeora y sigue una tendencia a continuar por el camino al despeñadero.


Concentrar el esfuerzo en lo nacional y no en lo local está saliendo caro a sociedad y gobiernos. Un cuerpo policial que no termina de consolidarse ni siquiera en sus propios términos de definición, es decir, sigue sin tener un objetivo claro ni estrategias definidas. No hay grandes enfrentamientos ni detenciones clave, estrategias ambas que, si bien no resultan, tampoco deben dejar de hacerse puesto que la autoridad y el sistema de justicia penal existen para perseguir y sancionar a quienes violenten el orden social. Y qué decir de la estrategia en marcha que no parece tener claridad en sus objetivos más allá de la famosa e inútil política de “hacer presencia”; es decir, esa creencia de los cuerpos policiales de que atender la violencia y delincuencia significa hacer rondines permanentes y continuos por aquellas zonas donde el riesgo es más alto.

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