Karla Alejandra Díaz Velázquez (5 de junio de 2019) Para cuando por fin, después de librar más de un acontecimiento inesperado que retrasaban el camino del conquistador rumbo a la ciudad de Tenochtitlán, ésta aparece ante sus ojos y los de otros muchos soldados extremeños; Cortés, a pesar de intentar describirla jerarquizando sus intereses racionales de acuerdo a lo necesario para la empresa, no es capaz de omitir expresar su admiración.
Al contemplar por primera vez la gran urbe, dice:
“Porque para dar cuenta, muy poderoso señor, a vuestra real excelencia, de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta gran ciudad de Temixtitán... sería menester mucho tiempo, y ser muchos relatores y muy expertos; no podré yo decir de cien partes una, de las que de ellas se podrían decir, más como pudiere diré algunas cosas de las que vi que, aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos con el entendimiento comprender.” (Carta I, p.78)
Recurriendo a una prosa casi poética, Cortés logra plasmar en la mente de sus lejanos lectores peninsulares un escenario tan minuciosamente reconstruido que le permitía, explicar los peligros a los que él y sus valientes y leales soldados se exponían al llevar a cabo una tan peligrosa pero conveniente misión para los intereses de Carlos I.
Podremos leer esta parte como uno de los principales momentos en los que nos es posible inferir lo consciente que era Cortés respecto al importante valor patrimonial que poseía la ciudad y, con ella, el territorio en el que se encontraba.
Engrandecer al enemigo, te engrandece a ti.
Parecer haber sido el consejo que siguió Cortés en la mayor parte de la descripción que hace de la ciudad de México-Tenochtitlán. Esto, claro, si lo pensamos únicamente desde nuestra lectura sesgada por un factor simple, pero crucial, para la interpretación actual de sus textos, nosotros “conocemos el resultado” de las batallas que pronosticaba Cortés en su segunda carta.
Sin embargo, imaginar estar en su posición de incertidumbre ante el futuro, da una perspectiva considerablemente más asombrosa, aterradora e intrigante, porque el conquistador no sabía -como nosotros- el resultado de su empresa.
Mientras describe las muchas posibles formas en las que la ciudad, que no podía dejar de admirar, y sus habitantes eran capaces de someterlo a él y a sus tropas.
El conquistador era consciente de la superioridad numérica y táctica que el pueblo mexica tenía sobre él y sin embargo aún se refiere a la ciudad con el más minucioso cuidado y asombro, como en el párrafo siguiente en el que describe, detalla y compara la conformación de la ciudad en medio del lago, con ciudades conocidas de la península.
“Esta gran ciudad de Temixtitán está fundada en esta laguna salada, y desde la tierra firme hasta el cuerpo de la dicha ciudad por cualquier parte que quisieren entrar a ella hay dos leguas. Tiene cuatro entradas todas de calzada hecha a mano tan ancha como dos lanzas jinetas. Es tan grande la ciudad como Sevilla y Córdoba. Son las calles de ella, digo las principales, muy anchas y muy derechas, y algunas de éstas y todas las demás son la mitad de tierra y por la otra mitad es agua por la cual andan en sus canoas.” (Carta I, p.79)
Para el conquistador, todo lo que describe en sus cartas tiene una función específica, destinada sí a dar cuenta al rey Carlos I de sus hazañas, pero también a retratar y poner en valor todo lo que le era posible sobre el patrimonio contenido en las nuevas tierras. Como plantean los teóricos actuales del patrimonio: para valorar, primero es necesario saber con qué se cuenta y, en ese sentido, las crónicas redactadas por Cortés dan cuenta de lo que se tenía; pero también de lo que se destruye y lo que se crea durante los complejos primeros años de la empresa colonizadora en la Nueva España.
Es posible pues que el sentido de patrimonio jurídico, que sin duda sustentaba el conquistador por su específica formación de abogado, influyera en el tono aparentemente calculador con que se refiere a riquezas y productos encontrados en su camino a Tenochtitlan y una vez en ella.
No obstante, es capaz de tomar valores mucho más complejos cuando se refiere a las prácticas, costumbres y organización de los hombres que habitaban las diferentes comunidades y pueblos; como se refleja en el siguiente párrafo que describe la valentía y fuerza con la que lucha el pueblo mexica aún después de la muerte del emperador Moctezuma:
“La respuesta suya era que me fuese y que les dejase la tierra y que luego dejarían la guerra, y que de otra manera que creyese que habían de morir todos o dar fin de nosotros. Lo cual, según pareció, hacían porque yo me saliese de la fortaleza para me tomar a su placer al salir de la ciudad entre las puentes. Y yo les respondí que no pensasen que les rogaba con la paz por temor que les tenía sino porque me pesaba del daño que les facía y del que les había de facer y por no destruir tan buena cibdad como aquélla era, y todavía respondían que no cesarían de me dar guerra fasta que saliese de la ciudad.” (Carta I, p. 103)
En conclusión, podemos observar que para el conquistador el valor de las prácticas, edificaciones, productos, paisajes y riquezas halladas en las nuevas tierras no se limita -como comúnmente se plantea en la historiografía nacionalista- a un sentido económico, ni estrictamente a un discurso de superioridad cultural.
Más bien es un proceso de reconocimiento por parte del conquistador, pero también de apropiación estética, emocional, psicológica e incluso cultural sobre los bienes, prácticas y conocimientos que se presentaban frente a él y que le exigían ser asimilados lo más rápido posible, para asegurar el éxito de su empresa.
El discurso con el que el conquistador narra estos sucesos plantea, por tanto, un ejemplo posible del término -tan referido en la actualidad- de intercambio cultural que. al ser leído desde la perspectiva del patrimonio, plantea una forma de reciprocidad donde está presente la “iniciativa” de una de las partes y la actitud “receptiva” por parte de la otra; sin que esto implique que el papel receptivo fue asumido en su totalidad por los pueblos originarios ni el de la iniciativa por los conquistadores.
De hecho, evidencia una dinámica de participación activa y dinámica asumida por los diferentes grupos culturales (pues dentro de los pueblos originarios que forman parte del proceso de conquista encontramos también significativas diferencias culturales) que participan en el intercambio de prácticas, concepciones estéticas y conocimientos que interactúan para conformar un nuevo conglomerado de valores; para reestructurar su nueva realidad.

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