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domingo, 9 de mayo de 2021

Justicia a modo - México en vilo


Por Leopoldo Rodríguez Aranda*

- México en Vilo - 


Una de las grandes falacias que reproduce en forma consistente el aparato de Estado es la del sistema de justicia, en particular el penal. Desde que comenzó a idearse la estructura del Estado y la división de poderes, el argumento central que justifica la preponderancia del Estado para el uso de la fuerza y de la prisión como castigo supremo es la seguridad de los gobernados. Esos que, teóricamente, firmamos un pacto con el Estado en el que le otorgamos potestades y autoridad para dirimir los conflictos por cauces legales a cambio de que nos garantice nuestra seguridad y la de nuestros bienes.


Bajo esta poderosa idea, todos nos sometemos al arbitrio de los tribunales y jueces, permitimos que haya aparatos de control y vigilancia, y fiscales que deciden si ha lugar o no el inicio de una investigación derivado de una presunta culpabilidad de alteración del orden o violación de la ley. El sistema de justicia penal por tanto está compuesto de cuatro principales actores: las policías, los ministerios públicos o fiscales, los jueces y el sistema penitenciario.


De los cuatro anteriores, tres están en el campo de competencias y responsabilidades de los poderes ejecutivos. Esto es así porque previo al orden constitucional de 1917 el Poder Judicial además de impartir y administrar justicia también monopolizaba la investigación delictiva lo que en poco tiempo llevó a la construcción de un sistema de corrupción tal que obligó a modificar el sistema en la Constitución de 1917.


Así fue como el Poder Ejecutivo asumió mayores responsabilidades y facultades para investigar hechos de violencia y delincuencia. Todo ello con la finalidad, nuevamente, de procurar nuestra seguridad. Sin embargo, además de las diversas aristas que pueden describirse de lo fallido del modelo hay que recordar que como toda construcción humana está sujeta no solo a la racionalidad jurídica y administrativa sino también a las pasiones, filias y fobias de quienes asumen el mando y control del poder político. Para ello nada más clarificador que establecer la cadena de mando: el jefe de los ministerios públicos es el procurador o fiscal, que a su vez está bajo el mando del titular del Ejecutivo, un sistema que inicia y termina en la misma oficina.


Aunado a lo anterior y derivado de lo mismo es que a lo largo del Siglo XX y a la fecha la práctica de la abogacía está atrapada en los vicios y permisividad de uso de la prisión. No es ajeno a cualquier abogado postulante la enorme y evidente cantidad de atraso administrativo en los archivos, registros, procesos en general de la justicia y los jueces y tribunales, algo en su totalidad deliberado porque es la forma en que el sistema puede seguir siendo de uso exlusivo de quienes ostentan una patente de uso y representación: a ninguno de ellos les conviene instaurar sistemas de gestión y control que limitarían la discrecionalidad e ineficiencia bajo la que operan.


Así concebido no es extraño que de manera consistente se utilice la justicia para fines políticos. Situación que vale decir, no es exclusiva de nuestro país pero que aquí adquiere características propias que lo hacen asfixiante. Es notorio y por demás sabido el terror y astenia que produce el simple hecho de denunciar un delito, son horas y horas perdidas en las que, dicen los datos, termina todo en 2% de efectividad (en México 98% de los delitos no se sancionan, ese es nuestro nivel de impunidad).


Por eso mismo, no llama la atención que el sistema de justicia penal de manera consistente sea utilizado por los poderes ejecutivos (federal y estatales) como mecanismo de persecución política. Resulta notorio como en el actual gobierno diversos personajes políticos de oposición (curioso llamar así al PRI y al PAN ahora) comenzaron a ejercer críticas y señalamientos de las diversas decisiones polémicas que implantó el actual presidente y pocas semanas después callaron ante el anuncio investigaciones por parte de la terrorífica Unidad de Investigación Financiera (UIF) de la Secretaría de Hacienda (SHCP), relacionadas con movimientos de dinero a  través de cuentas de esos personajes o, en su defecto, relacionados con quienes mueven esos activos. 


El caso Lozoya es emblemático del uso faccioso de la justicia, ya que no solo fue anunciado como el gran caso y oportunidad para sancionar la corrupción del sexenio previo, sino que sería la punta de lanza para escarbar hacia atrás, notoriamente hacia el gobierno de Felipe Calderón y de su emblema de corrupción, el otrora poderosísimo Genaro García Luna. Y todo terminó en el olvido. Bueno, más bien en la orden expresa de no continuar esa investigación y dejar que los días provoquen el olvido.


La situación es todavía más grave cuando en periodo de campañas electorales se investiga la supuesta corrupción de los adversarios, pero no de los propios. La Cámara de Diputados eliminó el fuero al gobernador de Tamaulipas, pero no el de Salgado Macedonio y en una clara maniobra de lavado de manos en la misma semana el Senado aprobó la reforma al Código Penal para evitar la prescripción de los delitos sexuales cometidos contra la niñez y juventud, en un claro mensaje a la sociedad de no dejar impunes esos actos, cuando los casos y denuncias contra el senador Salgado Macedonio no fueron procesados porque habían prescrito.


En un país donde vivimos una crisis de violencia y delincuencia que nos pone en los primeros lugares mundiales en esos rubros resulta abrumador y cínico utilizar la justicia para fines políticos cuando no sabemos el estado en que están los miles de expedientes de personas desaparecidas ni de las investigaciones para sancionar los más de 300 mil homicidios relacionados con la delincuencia organizada que han ocurrido de 2007 a la fecha. Justicia a modo pues.


*Director General de Gesec, S. C.

www.gesec.com.mx

Twitter: @leororara


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